DON JULIO MUÑÓZ: EL SÓCRATES MODERNO
Todos conocen la trágica historia del gran filósofo griego Sócrates. Fue condenado a beber la cicuta como método de muerte a mano propia, por el simple hecho de querer que sus discípulos, a través de la mayéutica, razonaran y llegaran a conclusiones verdaderas por medio de preguntas fundamentales.
Sin exagerar, pero alejado por milenios, Don Julio Muñóz es un moderno Sócrates. Claro, hoy no sería permitido que lo condenen a beber la cicuta, pero lo que han hecho con él, se asemeja mucho por su impacto cultural, específicamente del país.
Su pequeña isla se encuentra ubicada en una plaza comercial del Valle de los Chillos. Ahí, más que vender libros, cumplía la noble misión de pescar algún lector desencaminado, introducir al bello mundo de la lectura a neófitos, o conseguir algunos tesoros literarios a sus ávidos clientes. Digo cumplía porque esa misma tarde me enteré por su propia voz, que se marchaba para siempre de su isla de libros. Razones para esta lamentable noticia: puras absurdidades.
Entre ellas se encontraba incluso su forma de vestir, el aspecto de los libros (entre viejos y nuevos) pero sobre todo, y realmente la razón evidente de su expulsión: no formaba parte del grupo comercial dedicado exclusivamente a hacer dinero y nada más.
Habían entonces solicitado hace poco tiempo, abandone su puesto de trabajo, porque no cumplía con los requisitos de modernidad para la temática de la plaza comercial. Llegaron hasta la vulneración de su espacio, desmontando el vidrio del techo que protegía sus libros de las inclemencias del tiempo.
Tras un análisis de su contrato legal con los administradores del lugar, supo que incumplían con los parámetros establecidos en su acuerdo. Sin embargo, decidió no enfrentar todas las complicaciones legales que repercutirían una vez iniciada las querellas.
Intenté animarle a enfrentar a estos anónimos detractores culturales, pero su argumento fue contundente: la edad no le permitía darse el lujo de pelear está guerra que seguramente tomaría duras y largas batallas.
Triste, pero sin perder la buena costumbre del coloquio con el experimentado librero, que posee un sempiterno conocimiento de toda índole, permanecí unas horas a su lado. Lo ayudamos junto a otra asidua cliente de la librería, a vender y recomendar unos cuantos libros a nuevos y viejos lectores.
Como siempre me di el lujo de encontrar entre los libros de Don Julio, maravillas del pensamiento universal. Joyas literarias que por última vez iba a comprar en esta isla pronto abandonada.
Me fuí a mi reposo con un pesimismo más elevado que el normal. Una vez más, la cultura de mi país le daba una bofetada a mi esperanzada credibilidad en su desarrollo, sobre todo en el campo de la lectura.
Al pensar en la injusticia cometida a Don Julio, recuerdo una lectura reciente de la novela de Marco Mendoza, "Buda Blues", en ella se menciona en sus capítulos finales a un transmisor cultural parecido a Don Julio. Este, creador de la curiosa librería ambulante "burroteca", se encargaba de llevar a los más recónditos lugares del Caribe colombiano, libros para la discusión y reflexión de sus pobladores, la mayoría de ellos con escaso acceso a la lectura. Don Julio, al igual que él, realizaba la noble labor de crear y transmitir cultura por medio de los libros.
No cabe duda que se ha cometido un nuevo sacrilegio al echar como si fuera un leproso a Don Julio, por el simple hecho de querer vivir de la venta de libros usados, y como un moderno Sócrates, hacer de la mayéutica, su única y gran estrategia publicitaria.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMe causa mucha tristeza leer este escrito, a pesar que ya es bastante tiempo que no esta en la Plaza del Valle. Conocí a Don Julio Muñoz cuando era adolescente tras ayudarle a subir una caja a la mesa donde exponía los libros. Su encanto al enganchar con historias y enseñar a todo transeúnte una lección de vida sin pedir un solo centavo, hizo que entabláramos una amistad. Recuerdo que solía ahorrarme el dinero de mi colación para comprar ciertas lecturas que el me recomendaba y que decía que iban a alimentar mi alma y sobretodo mi corazón. Con el tiempo me convertí en el más joven de sus pupilos. Llego a ser rutina el cruzarme después de clases a saludar y conversar con el antes de ir a mi casa. Yo notaba que le gustaba mucho mi compañía y sobretodo darme consejos sobre temas que mi inocencia, juventud y altruismo no podían comprender. Entre risas y lagrimeos nos quedábamos horas conversando sobre temas como el Amor, la felicidad, la muerte, la justicia además que compartíamos una pasión por la tauromaquia. Sonrío al recordar sus enseñanzas y los momentos de mi adolescencia cuando lo ayudaba, ahora soy abogado y me gustaría contactarlo para conversar con el. Sin lugar a dudas el sobrenombre de Sócrates es el perfecto para Don Julio un amigo que jamás olvidare.
ResponderEliminar